Supongamos que el tiempo acelerara las vueltas alrededor del sol y que la vida fuera un abrir y cerrar de ojos. Que llegara el día de preguntarse si hicimos algo de ella (o con ella); si triunfamos. ¿Qué fue mi vida? Fue una lucha temprana, una carrera egoísta en pos de una mejor muerte. Esto último debería haberlo escrito con signos de pregunta pero no lo hice.
Supongamos que llegara el momento de encarar las respuestas: ¿cuáles serían las preguntas entonces? Deberíamos saberlas de antemano, claro, pero no serían las mismas para todos nosotros: ¿acaso un musulmán preguntaría lo mismo que un budista o un cristiano? ¿O un ateo? ¿O un niño? ¿Quién tendría la potestad de elegir qué preguntar o qué no?
Imagino que esa entrevista tendría lugar en una habitación silenciosa y plagada de objetos con la etiqueta enfrentando la cámara: un presidente foráneo, una cadena informativa con la exclusividad, un subtitulo en tiempo real narrado por una voz femenina centroamericana.
Quisiera creer que saldría algo bueno de todo eso; también quisiera creer en Peter Pan. Sin embargo, sé que mi muerte va a ser tan carente de grandeza como la de los demás: con tubos saliendo de mi boca y brazo, moscas revoloteando y aterrizando impunemente sobre mi cara y con un último pensamiento desolador y aterrado por si al final resulta que Dios sí existe y decide hacerme pagar la poca importancia que le di durante mi vida.
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