Tal vez ninguno de los dos imaginó siquiera que había llegado el día, estaba diseñado por alguien o algo superior que decidiría por ellos. Él llegó puntualmente a su primer día de trabajo, estaba recuperándose lentamente de una pérdida que habría de ser una bisagra en su vida. Entró con paso seguro para demostrar y demostrarse que estaba bien plantado sobre sus pies, con ganas de hacer bien las cosas y que a pesar de su juventud ya era hora de aportar dinero a la casa y sentir orgullo por lograrlo. Le acercaron su uniforme, era de un color un poco brillante para su gusto y que luego comprobaría no era de su talla. Fue acompañado hasta el salón central, allí estaba ella dando las primeras indicaciones del día. Su pelo oscuro prolijamente recogido, una camisa ciñendo su figura y con un pulido modo de hablar. Fueron presentados, ella extendió su mano con firmeza y le dio la bienvenida, tan solo en segundos sus miradas recorrieron al detalle cada uno de sus rasgos; ella advirtió en él un aire familiar, pero rápidamente superó tal estallido de imaginación y le explicó sus quehaceres; venía de algunas penas y sobresaltos que afortunadamente durante las horas de trabajo pasaban a un segundo plano. Si bien tenía un amor, era tibio, sin proyectos y teñido tal vez de esa serenidad que da saberse acompañada.
Él pasaba largas horas en el depósito del local clasificando películas, buenas, olvidables, de acción, recomendables, y algunas que aún hoy, atesora. Esa tarde de calor de un verano que parecía no querer irse nunca, se desató una tormenta tan inesperada como su encuentro. Era imposible salir a la calle y menos que menos esperar el colectivo para volver a casa. Los más arriesgados se fueron corriendo bajo la lluvia improvisando paraguas con carteras y mochilas; ella, tras el vidrio, veía como el viento envolvía sus ropas y se adueñaba de todo lo que hallaba a su paso. Se dirigió al depósito con la soltura que le daba su autoridad, él terminaba de cerrar su bolso, apenas tres peldaños abajo se miraron y sonrieron, estaban cautivos por el temporal y la única opción posible era conversar. Una pregunta trajo la otra y la otra y la siguiente, lentamente aparecieron coincidencias, gustos, afinidades, alguna frase ocurrente, risas… y de pronto a él poco le importó en que barrio vivía ella ni cual era su pasado y a ella poco le importó saber que edad tenía él ni cómo era su presente. Bajo la tenue luz que venía desde la puerta se animaron a acercarse poco a poco hasta aprenderse de memoria con sus labios el regalo tibio de su piel.
Anoche como tantas otras, él se levantó de la cama para tomar agua; pasó por el cuarto de su hijo y como tantas otras noches, entró solo para verlo dormir. Al irse sonrió recordando aquel día en que la vio por primera vez, también advirtió en ella un aire familiar.
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